El paseante de perros

Paseo Matutino

A Alberto no le gustaba madrugar, pero obedecía fielmente cada mañana a la señal luminosa que entraba por la ventana sin cortinas de su buhardilla y se estampaba contra su cuerpo desnudo. Esto solía coincidir con su reloj a punto de marcar las nueve de la mañana. Entonces se duchaba, se hacía el desayuno que casi siempre consistía en un par de tostadas con aceite y sal y un descafeinado sin azúcar. Después salía a la calle (Alcántara), en pleno barrio de Salamanca, cruzaba la calle Alcalá y en Doctor Castelo recogía al primer perro al que debía pasear durante una hora, aproximadamente.

Antes de llegar al parque del Retiro ya había reunido a todos sus clientes: tres perros y dos perritas. Todos preciosos, con su documentación en regla y su pelo brillante y sedoso, como corresponde a mascotas con dueños adinerados que podían permitirse los gastos que todos ellos ocasionaban. Alberto se había encariñado con todos, pero, fundamentalmente, con la fox terrier de pelo liso con manchas marrones y negras que recogía siempre en último lugar, en la Avenida Menéndez Pelayo. Esta siempre era entregada por Lucía, la asistente de la dueña. A partir de ahí, solo tenían que cruzar la Avenida y ya estaban en el parque.

Alberto y sus cachorros lo recorrían perimetralmente y, generalmente, se paraban a descansar tras media hora de retozos y juegos. En ese tiempo de descanso, Pepita, nombre por el que atendía la fox terrier, mostraba un comportamiento distinto a los demás. Solía apartarse del grupo y se sentaba junto a Alberto. A veces solo apoyaba su cabeza en las piernas del joven, otras comenzaba a lamerle las manos o la cara, expresión máxima de amistad entre el hombre y el perro. Así una y otra vez.

Los paseos se producían dos veces diarias: por la mañana y a última hora de la tarde, aunque el paseo vespertino, casi siempre era más corto. Generalmente la última entrega coincidía con la puesta de sol.

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